Capítulo 52

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ESEMPIO
(Ejemplo)

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«Nos veremos hoy?»

Decía el mensaje de Valentino Derado.

Annie había cumplido quince años hacían algunas semanas y... él la había dejado plantada la noche de su cumpleaños. Sí, bueno, era cierto que lo habían asaltado y arrojado su auto por el risco, pero en las últimas semanas, él había estado dejándola plantada cada vez. La muchacha no sabía que responder. Quería verlo, pero... ¿estaba bien perdonarle todo una y otra vez?

Detuvo la caminadora. Se encontraba en el club deportivo, junto a Raffaele y Angelo.

«Sí» se descubrió escribiéndole, desde su celular.

El muchacho, quien ya tenía veinte años para ése momento, le respondió con un emoticono sonriente, seguido de un «12:30» y... Annie se sintió ansiosa y emocionada.

Hizo un repaso, en su mente, de lo que ocurriría aquel día: asistirían a misa con las familias de sus tíos Gabriella y Uriele, luego cenarían juntos y... ella entonces iría a su habitación, para esperar a su novio.

Valentino solía trepar por la ventana, al estilo de Romeo.

Sonrió al imaginarlo y, deseando regresar a su casa, para poder arreglarse, fue al área del boxeo para buscar a su padre y pedirle que se marcharan. Se inventaría un mareo —lo cual también serviría, más tarde, para encerrarse en su recámara y que nadie la molestara—.

—¿Tienes monedas? —la muchacha escuchó preguntar a Angelo, cuando se acercaba a ellos. Ellos estaban cerca de la máquina de bebidas frente al ring, junto a otros hombres—. Quiero soda.

—Bebe agua —le respondió Raffaele, pero mientras lo hacía, se buscaba dentro del pantalón deportivo. Volteó luego con las personas que charlaba y siguió en su tema.

Annie esperó detrás, aún sin saber cómo interrumpir; siempre tenía problemas para hablar en presencia de desconocidos.

Angelo sacó una lata de soda, de la máquina expendedora, y Raffaele, aun hablando con sus conocidos, se la quitó con suavidad, limpió la parte superior con su camisa, la abrió para su hijo y se la entregó; mientras Angelo le daba un trago, metido aún en su charla, Raffaele se inclinó y le ató las agujetas de los tenis. Había sido un acto subconsciente —al igual que limpiarle la lata de soda—; era la costumbre de un padre que había trabajado toda su vida, e incluso realizado tareas universitarias, con un niño sentado sobre sus piernas, que alternaba la escritura de una frase en el teclado con abrir un chocolate, que le quitaba el bolígrafo de la mano al niño para hacer una anotación y luego se lo regresaba, como quien lo pone dentro del lapicero, le había abierto la lata, trabajando en segundo plano, realizando sus actividades, pero atento a que su niño no se meta cosas sucias a la boca o que no trepe demasiado alto, y se caiga, le había atado las agujetas porque, aunque su niño tuviera ya quince años y midiera alrededor de 1.80, a él se le había quedado la costumbre, además... para él seguía siendo un niño. Su niño. El más chiquito...

La simple costumbre, un hábito y ya, sin embargo, para algunos de los presentes, resultaba extraño. Se dio cuenta Annie porque, con una sonrisa socarrona, un hombre —alto y corpulento— le dijo a Raffaele:

—¿También le limpias el trasero cuando va al baño?

Y Raffaele, extrañado, lo miró frunciendo el ceño, pero entendió de inmediato. Y el hombre continuó:

Ambrosía ©Where stories live. Discover now