Capítulo 27

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IL FOTOGRAFO
(El fotógrafo)

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Annie contemplaba, con satisfacción, sus cortinas rosadas. Eran las cortinas más bonitas que había tenido nunca: todas de blanco y rosa, adornadas con bellísimas caras de conejos.

Ella y sus hermanos habían dejado la casa de su tío Uriele un mes atrás. Su mami también había vuelto —su papi había ido a buscarla, a Alemania, apenas dejó el hospital donde estaba siendo atendido de... Pues Annie no tenía la menor idea de qué cosa estaban curando a su papi en ese hospital, rodeado de árboles y de un (en su opinión) terrorífico e inmenso lago, pero eso tampoco importaba ya, porque él estaba de regreso—. Su mami le había dicho a Annie que no iba a dejar la escuela —ella se lo había preguntado— y, al parecer, tampoco tenía intenciones de que todos se volvieran a quedar, juntos, en su casa, sin salir ni siquiera a la puerta —lo suponía porque su mami no había dejado de llevarlos de compras a ella y a sus hermanos—.

La niña subió a su cama y tocó la tela de sus cortinas con los dedos: sí, también eran suaves. Ahora, lo que necesitaba, era una cama con dosel —tenía que quitar esa cuna de ahí: ella ya tenía seis años y no se caía más de la cama—, un baúl grande y más conejos. Muchos conejos. Y un pato.

Se sentó en un rincón de su cama y alcanzó su libreta de dibujo y su lápiz rosado; estaba dibujando el nuevo diseño de su habitación; quería que fuera lo más parecido a la de su prima Jessica... pero mucho más bonita.

Miró por la ventana para inspirarse mejor y fue ahí cuando lo vio. Había un hombre frente a su casa, bajo un árbol, mirando hacia su ventana; Annie se hizo a un lado. Nunca había visto a nadie fuera de su casa. Decía su mami que ellos vivían en una zona privada, y su casa estaba ubicada en la cima de un risco, por lo que, si las personas llegaban ahí, era porque se dirigían indudablemente a su casa.

Pero a ellos nunca los visitaba nadie.

Se preguntó si era algún amigo de su papi —o uno de sus médicos—, o de su mami. Abrió un poco la cortina y se asomó de nuevo. El hombre le sonrió y la saludó con una de sus manos.

Annie cerró la cortina rápidamente y se alejó. ¿Él había logrado verla desde la distancia donde se encontraba? Eso parecía.

Gateando sobre su cama, volvió a acercarse. Esta vez, se aseguró de abrir la cortina lo menos que se pudiera... pero ese hombre volvió a saludarla.

—¡Angelo! —gritó a su hermano.

Él estaba en su propia recámara, frente a la de ella, acomodando sus libros —decía que no iban a caberle en el librero y ya le había pedido a su papi uno más grande—, por lo que no tardó en estar ahí, junto a ella.

—¿Qué pasa? —le preguntó, desde la puerta.

—Hay un hombre frente a la casa —le dijo ella, señalando hacia su ventana.

El niño frunció el ceño —nunca había visto a nadie fuera de su casa—, subió a la cama y abrió las cortinas, pero ahí no había nadie. La miró a los ojos, preguntándole «¿Estás jugando?» pero ella no lo hacía.

—¡Ahí estaba! —aseguró—. Bajo el árbol.

—Si lo vuelves a ver, háblame —le pidió él. Le creía, él siempre le creía todo.

Annie asintió, sin embargo, ese hombre no volvió hasta después de dos días, y saludó nuevamente a la niña, apenas verla.

—¡Angelo! —volvió a gritarle ella. Esta vez, no cerró las cortinas: quería asegurarse de que ese hombre no volvería a desaparecer (y si intentaba hacerlo, ella vería a dónde se metía)—. ¡Angelo! —volvió a gritarle y, al voltear a ver al hombre, se dio cuenta de que él estaba haciéndole una fotografía. O tal vez muchas.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora