[3.2] Capítulo 4

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LA GATTA CHE HA TRASFORMATO IN UNA LUPA
(La gata que se volvió loba)

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Cuando Irene Ahmed supo que Raffaele tenía de regreso a... ésa mujer, en su casa, se sintió traicionada.

No era sólo ahora la falta a su amiga, ¡él había llevado nuevamente a esa mujer a casa, con los niños que había abandonado y que ella, con todo su amor, había cuidado!

Quiso ir a buscarlos... y también a empujarla a ella y escupirle a la cara.

Uriele, sin embargo, la había hecho que se tranquilizara... por un rato; luego él le reveló el motivo por el cual le contaba que Hanna estaba de vuelta: Jess quería ver a su prima Annie y... ellos irían a visitarlos.

—¡¿Cómo puedes pedirme eso?! —increpó ella a su marido, histérica.

—¡¿Cómo tú puedes negármelo?! —respondió él, a cambio—. ¡Es mi hermano, maldición! ¡Mi hermano! —se encontraban en la recámara principal de su hogar. Ninguno pensaba en si sus hijos estaban escuchándolos; hablaban alto—. ¡Está intentándolo! ¡Mi hermano estaba muerto, ¿por qué no puedes apoyarlo?!

Irene perdió la expresión... ¿Muerto? ¡Muerta estaba Audrey! ¡Muertos estaban los hijos de ésta!

—¡Y muerto debió quedarse! —le gritó; fue la primera que le gritó a su marido, la primera vez que gritó en su hogar, llena de rabia, invadida por el dolor—, ¡muerto debería estar él y no Audrey! —su garganta vibró y ardió con el grito, y sus ojos, cual miel líquida, dejaron escapar lágrimas.

Uriele también perdió la expresión. ¿Muerto?... ¿Su hermano? Irene no se dio cuenta de lo que dijo hasta que él dio un paso atrás y luego giró sobre sus talones, en dirección a la salida de su recámara. ¿Su hermano... muerto? Ellos habían sido uno... su gemelo era parte del otro, en muchos más sentidos que sólo el cuerpo.

Al verlo alejándose, Irene se dio cuenta de lo que le dijo.

—Mi amor —lo alcanzó cuando él abría la puerta y lo abrazó por la espalda—. ¡Perdóname, mi amor!

—Suéltame, Irene —le suplicó, intentado quitarle las manos que se aferraban a su vientre plano con suavidad.

—Perdóname —siguió ella, besándole la espalda ancha.

Irene lo idolatraba; su marido era un hombre de treinta y cinco años —aunque lucía más joven—, era un hombre alto, de cuerpo atlético y con el rostro más bello que ella jamás había visto o imaginado, de voz suave, de afilados colmillos sensuales... Y aunque a veces fuera un poco distante, siempre había sido amable, respetuoso, nunca había faltado a su matrimonio —¡y vaya que ella era exigente!—, era un buen padre, un buen hijo y un mejor marido.

—Perdóname, mi amor —lo forzó a volverse hacia ella y comenzó a besarle el rostro—, perdóname.

Uriele se abrazó a su esposa, y aunque tenía los ojos enrojecidos, no dejó escapar una sola lágrima, pero ella lo sintió temblar y se sintió una total basura, ¿cómo había podido decirle algo como eso? No sabía, sin embargo, lo que pasaba por la mente de él... la culpa, la derrota, el constante recordatorio y reproche de que él, sin pensárselo dos veces, había ayudado a enterrar a su hermano simplemente porque quería vengarse...

Irene abrazó y besó a su marido e hizo lo que debía, una vez más, por él: ser una buena esposa y apoyarlo, soportando a su familia... a su hermano y a la amante de éste.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora