[2.2] Capítulo 19

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UNA NOTTE BUIA
(Una noche oscura)

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Los primeros rayos del sol, helados, encontraron a Anneliese recargada contra el árbol que le había servido de refugio contra la llovizna de la noche anterior... era un maldito árbol frondoso que, muy pronto, se nutriría de la carne de Abraham y, a cambio, daría sombra a su esqueleto.

Tenía los pies enlodados y la parte baja de la bata también —y había más sangre, producto del alumbramiento, y aunque no era tanta para alarmarse, la hacía lucir enferma, penosa y tristísima—...; la parte superior de su cuerpo también estaba húmeda: la lluvia había alcanzado a salpicarla de la parte baja, pero arriba... Arriba, la leche inútil y agria había sido expulsada de sus senos hinchadísimos, durísimos y sumamente dolorosos, a los que Annie, sólo al principio, prestó atención: ellos exigían al hijo para el que se habían preparado durante meses y... ¿y qué? Ella también.

Había llorado en momentos a gritos, y otros en silencio... En ratos lloraba sin ser consciente de que lo hacía, derramaba esas lágrimas que no sabía existían, de esas que no llevaban sal, sino trozos de alma, de su ser... de lo más importante y lo más valioso que era ella, dejándola únicamente con... nada.

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La hermana Adelina se acercó a la muchacha y la llamó cuando ella pasó más de veinte minutos en la misma posición, mirando a la nada —pero ella no hacía eso: ella se preguntaba si la tierra húmeda, sobre su hijo, era demasiado pesada para él..., y si el agua había llegado a su cuerpecito..., si estaba frío. Si él tenía frío. Lo había sepultado desnudo, envuelto en una puta sábana blanca de la enfermería—.

—¡Lárgate! —le gritó Anneliese, al escuchar su voz.

O al menos lo intentó.

Se sentía exhausta, débil —llevaba más de cuarenta y ocho horas sin ingerir agua o alimentos..., pero realmente su malestar era otro, uno que no obedecía a las necesidades básicas del cuerpo, ni siquiera al haber parido recientemente... lo que a ella le dolía, era el alma—.

—Hermana Adelina —la llamó la hermana Berta.

La monja primero miró a Annie, antes de seguir la voz de la otra.

Un rato luego, Annie escuchó que se aproximaban dos personas, pero no tuvo siquiera las fuerzas de verificar quiénes eran sus invasores esta vez, tan sólo empuñó su mano derecha, soportando... pero más confusión no pudo haber en ella cuando, la voz que escuchó, no fue la de una vieja, sino una masculina, familiar, la voz de un muchacho que ella conocía, pero no logró identificar.

Miró en su dirección, débil —sintió un intenso mareo, y muchas náuseas también—, y lo encontró ahí, a pocos metros, con su rostro reflejando auténtico dolor.

—Lo siento tanto, Annie —susurró Nicolas Mazet, sacudiendo ligeramente la cabeza.

De alguna manera, al oírlo, al verlo, la muchacha sintió que recobró las fuerzas, pero sólo para llorar; torció un puchero y soltó un gemido, al tiempo que le tendía los brazos, pero Nicolas ya iba en su encuentro.

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Cuando llegó al convento, Nicolas sabía que ella estaba embarazada..., no que había dado a luz y su hijo había muerto. Jessica se lo había contado; ellos se habían puesto en contacto nuevamente mediante una red social y, apenas él le contó que haría una parada en París —su trabajo lo mantenía viajando constantemente—, Jess le dijo dónde estaba Annie.

Había sido horrible llegar y que las monjas le informaran la situación de su querida amiga. No lo creía, para ser sinceros... hasta que la vio ahí, en el cementerio, contra un árbol, tan pequeña y débil, enlodada y ensangrentada.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora