Capítulo 75

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PAPÀ
(Papá)

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Uriele Petrelli sintió unos profundos deseos de vomitar, mientras intentaba alimentar a los perros, los cuales parecían no querer cooperar, pues sólo olfateaban la carne roja, molida y jugosa...

Uriele intentó tragarse las náuseas.

—¿Tu padre sabe que estás alimentando a sus perros? —preguntó Alberto, el guardaespaldas de Giovanni; un hombre alto, de mediana edad, con visible fortaleza.

Uriele apretó los labios y se volvió hacia él; tenía la frente perlada de sudor.

—Mi padre está de viaje y no creo que le moleste que alguien alimente a estos animales...

—¿No? —tanteó el hombre, frunciendo el ceño.

—Vamos —Uriele urgió a los perros, quienes sólo lo miraban desde sus lugares—. Cómelo ya —le dijo al más grande, al que olfateaba la carne, sin llegar a tocarla—. Por favor... —le suplicó.

El perro echó las orejas hacia atrás y dio el primer mordisco con sus dientes frontales, inseguro. Uriele suspiró, aliviado, y dio un paso atrás cuando el resto de perros se acercaron a comer. Pronto, esas enormes bestias terminarían con la carne, con la sangre..., con el peligro..., con todo.

—Yo creo que —siguió Alberto—... si no lo pones al tanto, sí va a enojarse. Y mucho.

—Yo creo que no —gruñó Uriele, mostrando los colmillos.

El otro hombre lo contempló por un momento; Uriele siempre había odiado la tranquilidad en la que parecía vivir ese hombre, todo el maldito tiempo, en cualquiera que fuese la situación.

—¿Ella merece tanto? —tanteó; su pregunta parecía sincera.

Uriele, apretando los dientes, se recargó contra la lujosa perrera:

—El alma entera —se escuchó decir, en un murmullo.

—Bien —aceptó el otro, asintiendo—. ¿En qué transportaste la carne?

—Me aseguré de no dejar nada —juró él.

—Igual voy a revisar. ¿En qué la trajiste?

—En contenedores de desechos biológicos... En la cajuela de mi auto.

El hombre se rió:

—Sólo heredaste los colmillos de tu padre —aseguró—, pero nada acá arriba —se tocó una sien.

Uriele no respondió a su mofa.

—Ve y quema esa ropa que traes puesta —siguió el hombre.

—No necesito que me lo digas... —renegó Uriele.

—¿No? —difirió el otro.

—Ve a limpiar el sótano de mi hermano —le pidió, al salir de la perrera; los enormes perros de su padre ya habían acabado con... todo.

—No —se negó el guardaespaldas.

Uriele se detuvo: no tenía ánimos para nada.

—No creo que sea necesario —se excusó el hombre, y luego sonrió—. ¿Sabes? Hablaba la otra tarde con tu hermana, sobre ella: lástima que tu padre, con gusto, alimentaría a sus perros con su carne porque... ¡es una auténtica loba! —le dio un golpecito en el hombro—. Intenta aprender un poco de ella —se rió.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora