Capítulo 20

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PRIMO LIBRO. SECONDA PARTE
(Primer libro. Segunda parte)

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PAURA
(Temor)

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Cuando entraron a su recámara, tan sólo se quedaron ahí, parados uno frente al otro, mirándose. Anneliese, esperando; Angelo... sus ojos grises apuntaron hacia su propia recámara, revelando sus pensamientos.

Ella se apresuró y cerró la puerta, y no sólo eso: también presionó el seguro, pidiéndole «Quédate», sin palabras.

Y él lo entendió.

La miró a los ojos, sólo por un segundo, asegurándose de que realmente era lo que ella quería. Y así era. Alargó su mano derecha y la alcanzó por la cintura, atrayéndola...

*

Un momento atrás, Raffaele había estado mirando a Anneliese.

El próximo mes, la niña cumpliría cinco años y parecía tener tres. Tenía todas las capacidades de una niña de su edad —quizás estaba un poco consentida y eso le impedía aprender cosas como atarse las agujetas a sí misma—, pero era muy bajita y muy delgada. Caminando, parecía un juguetito, una especie de muñeca automática... preciosa.

Tenía los cabellos rubios dorados, rizados en bucles, largos hasta la cintura, los labios más rosas que podía tener una niña de piel tan clara y unos ojos azules que, en su carita afilada, lucían anormalmente grandes.

Hanna temía que ella no estuviera desarrollándose con normalidad; aunque el pediatra dijera que ella estaba bien, que sencillamente era una niña de talla pequeña, la mujer tenía sus dudas. Raffaele ni siquiera se daba cuenta de esto: él había tenido sólo varones, ¿cómo saber lo que era «normal» o no, en una niña? Además... él no se fijaba en eso. Para él, sencillamente —cuando estaba consciente—, Annie era una muñequita.

Raffaele levantó lo que quedaba de él de ese sofá que antes era color crema —ahora tenía diferentes tonos de gris, según el hombre sudara—, y Hanna lo miró de reojo. Trataba de no verlo a la cara. Le daba miedo.

Él parecía un muerto.

Un alma en pena.

Un espíritu condenado.

Dos noches atrás lo había visto vomitando sangre viva, fresca. No le sorprendió el hecho, sino que él se hubiese tardado tanto en tener úlceras gástricas: no comía durante días, sólo bebía agua y vino..., y vino y agua.

Había visto a Matteo, un par de veces, metiéndole comida a la boca. Su primogénito le daba lástima: él parecía el receptor directo de todos los problemas en casa.

Lo siguió escaleras arriba y escuchó que se duchaba. Hanna supo lo que seguía: un viaje largo. Una visita que iba a dejarlo aún peor de lo que ya estaba.

Por eso es que él miraba a Annie de ese modo: recordaba —como si no lo hiciera todo el tiempo. ¡Como si él pensara en otra cosa!—. Habían pasado casi cinco años. Ya cinco. El tiempo volaba.

Anneliese pasó cerca de ella, brincando en su cuerda.

—No brinques cerca de las escaleras, Annie —le pidió Angelo.

Hanna miró a su niño, quien, hasta el momento en que habló, parecía estar completamente inmerso armando su esqueleto de dinosaurio, pero no. Tampoco es que le sorprendiera: aunque él estuviese haciendo una o dos cosas a la vez, siempre estaba más atento a su hermana.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now