[2.2] Capítulo 18

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PUGNI DELLA TERRA
(Puños de tierra)

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Raffaele Petrelli no sabía lo que ocurría cuando lo llamaron. Matteo y él habían salido rápido del departamento, cuando llamaron del convento y, al llegar, mientras caminaban apresurados hacia la enfermería... se habían quedado quietos ambos, con sus pies clavados al suelo de mármol, mirando a la monja que les informaba del deceso.

Raffaele había mirado en dirección a la enfermería y, sin darse cuenta, con los labios ligeramente abiertos, dado un paso atrás.

—Vamos —lo apremió Matteo.

Y el hombre clavó sus ojos color chocolate en él, como si no entendiese lo que había dicho.

—Vamos —siguió el muchacho.

... y Raffaele sacudió la cabeza, sintiéndose lleno de pánico.

Matt apretó los labios y apuró el paso, sin embargo, mientras más se acercaba y escuchaba el llanto de su hermana, menos capaz se sintió de mirarla a los ojos. Ella estaba ahí porque él no la había ayudado, porque él —creyendo que eso era lo mejor para ella— había cooperado en encerrarla. Se había detenido, dejando escapar el aliento. No... no era a él a quien necesitaba (sintió que sería una burla pararse frente a ella)... Annie necesitaba a Angelo y a nadie más.

Se dio media vuelta y corrió buscando a su padre, pero él ya no estaba donde lo había dejado.

** ** **

En un acto que algunos calificarían de negligencia y crueldad, y algunos otros de piedad, habían dejado a Anneliese Petrelli, con su hijo muerto entre los brazos, durante todo un día y una noche.

En momento, Annie creía verlo arrugar los párpados, como si hubiese movimiento ocular debajo, pero sabía que era sólo su imaginación... Su fuerte deseo.

A la mañana siguiente, cuando el sol comenzaba a brillar de nuevo, la hermana Adelina la buscó, en su cama —ella tenía los párpados enrojecidos e hinchados, al igual que sus ojos... Aunque no tanto como los de Annie, que seguían húmedos en lágrimas, las cuales iban y venían de acuerdo a la ferocidad de sus pensamientos. Los pensamientos intrusivos habían vueltos, inhumanos, brutales...—.

—¡Lárgate! —le gritó Annie, con los dientes apretados.

Las culpaba. A ellas y a todos los que habían cooperado en encerrarla en ese maldito claustro..., pero especialmente a ellas, quienes le negaron ir a un hospital donde, probablemente, su bebé seguiría con vida. Quería golpearlas, una y otra vez en sus malditas caras pálidas, quería ver más sangre, pero esta vez de ellas, quería romperles la nariz, los dientes, y arrancarles las gargantas con sus propias uñas.

—¡Déjame! —gritó de nuevo, cuando la monja cometió la estupidez de tocarle un tobillo.

La hermana Adelina contuvo las lágrimas chupándose los labios.

—Es hora —le dijo.

¿Hora? ¿Hora de qué?

La monja arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza, como si no encontrara palabras para explicarlo y, cuando volvió a hablar, lo único que salió de su boca, fue:

—Van a comenzar a suceder cosas que... —se detuvo una vez más y gimió—. ¡Quédate con un recuerdo bonito de él, Annie! —le suplicó.

... y ella comprendió.

Abraham había pasado del rigor a la movilidad nuevamente y... su piel ya había cambiado de tono.

Soltó un gimoteo largo, débil, y no hizo nada más que abrazar con fuerza a su bebé y ocultar el rostro entre sus sábanas.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora