[2] Capítulo 10

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LA CULLA MOISES
(El moisés)

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Mientras Anneliese tomaba finalmente su ducha, poco después de las siete de la mañana, con Jessica pasaban de las 15 horas y, en su última clase de escritura japonesa —entendía casi por completo al escuchar el japonés, pero no sabía escribirlo de manera adecuada—, pensaba en que quería volver a su dormitorio para hablar con Lorena..., y tal vez despertarla, pues en Irlanda debían ser las seis de la mañana y tenía entendido que, a su nuevo colegio, los gemelos entraban luego de las diez de la mañana.

Quería saber de Lorenzo; Jessica y él apenas habían hablado. Por su melliza, Jess sabía que Lorenzo estaba molesto con su abuelo: ellos habían discutido la última vez que hablaron pues, al enterarse de que Angelo estaba en la escuela disciplinaria, el pelirrojo había acudido con su abuelo por ayuda, no obteniendo —luego de un interrogatorio: ¿Lorenzo sabía sobre Angelo y Anneliese? ¿Quiénes más lo sabían?— más que una negativa: "Él debe aclarar su mente" le había dicho Giovanni, lo cual había alterado al muchacho. ¿En serio creía que Angelo aclararía su mente recluido en un centro lleno de desconocidos que intentarían imponerse a él? ¡Con lo mucho que a él le gustaba recibir órdenes! Peor aún, cuando Giovanni le hizo saber de su acuerdo con Raffaele: Angelo se marchaba por su voluntad y Anneliese se quedaba en casa... ¡y eso había enfadado aún más al pelirrojo! Angelo estaba siendo víctima de coerción bajo la amenaza a la integridad del amor de su vida, ¡¿y eso les parecía bien a todos?! Y peor aún, ¡ni siquiera lo habían dejado ver a Anneliese antes de marcharse! Entendía que, debido a su cercanía con Angelo, temían que él intentara llevarse a Anneliese y... eso era bastante estúpido, en su opinión porque, ¿cómo iba a llevársela? ¿Iba a cargarla y pasarle por encima a los dos metros y más de cien kilos de puro músculo que era Raffaele Petrelli? Pero en algo su abuelo tenía razón: Raffaele jamás lastimaría a su niña..., a su bebita...

... Y más lo había creído luego de que le hablaran sobre Audrey.

Impactado, un poco en shock, pero sin estar totalmente convencido, había obedecido a su abuelo —como siempre— y se había metido al avión —porque él se lo había ordenado—. Sin embargo, con el paso de los días, su humor no había mejorado: no quería hablar con nadie —se hospedaban en casa de sus abuelos paternos, unos abuelos que apenas conocían y que no le llamaban nada— y apenas salía de su habitación, lo cual había sentir infinitamente sola a Lorena, que había pasado de tener una habitación enorme, por cuyos ventanales entraba cada mañana el olor a bosque, a una pequeña, húmeda, con vista al océano, que no le permitía pensar en otra cosa que no fuera en Annie y su temor al ahogarse..., en Jessica, que intentaría pintar cada atardecer y cada luna reflejada en el agua nocturna, en Angelo y en su apatía que sólo ella le entendía porque tampoco a ella nada le gustaba, siendo siempre tan distinto a Matteo, de cuya boca siempre salían cosas bonitas sin que él se diera cuenta, porque no las premeditaba, sino que las sentía; extrañaba también Ettore, soltando tantas barbaridades como tenía en la cabeza y burlándose de todo lo que podía, pero, sobre todo, extrañaba a su novio... que siempre la hacía sonreír cuando las cosas estaban mal, el que la hacía sentir que, aunque el mundo se cayera a pedazos, todo estaba bien porque lo tenía a él y, de la única manera que él conocía, intentaba alegrarla: llenándola de lujos que la hacían sentirse bien, pero no por la cantidad y mucho menos por el valor de los objetos, sino por la manera en que él se desvivía por ella, haciéndola sentir, con una sola mirada, que todo, absolutamente todo, valía mierda y lo único que importaba, era ella.

... Pero él se había quedado en Italia.

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—¿Me dejas cepillar tus cabellos? —le pidió la hermana Adelina, a Anneliese, cuando estuvieron nuevamente, en su dormitorio.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora