[3] Capítulo 11

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AUGURI, FRATELLO
(Felicidades, hermano)

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Hanna Weiβ no tenía necesidad de que el ginecólogo obstetra le dijera cuántas semanas tenía de embarazo: ella sabía exactamente cuántas tenía. Era el último sábado de julio y hacían diecisiete semanas que... ella había estado con el hermano gemelo de Uriele y... ése ya no era el problema.

Se le había estado notando más panza.

Estaba creciendo rápidamente justo bajo el ombligo y, si bien, el médico le había dicho que ahora el bebé tenía el tamaño de un nabo, no tardaría —ni dos semanas— en ser más grande que una manzana y, para entonces, sería imposible ocultárselo a Mika, a quien había logrado convencer de regresar a la escuela; él estaba asistiendo —contra su voluntad— a una asociación civil encargada de regularizar y revalidar los estudios a los niños sobrevivientes del cáncer, para que pudieran continuar con sus vidas en el nivel escolar que marcaban sus edades.

Y ésas horas, por las mañanas, era el momento en que Hanna aprovechaba para sus citas con el médico y, aquella tarde, luego de recogerlo, caminó a casa lento y en silencio, junto a él, sin preguntarle, como era regular, cómo le había ido, cómo estaba sintiéndose; y al llegar, le pidió que no sacara la mesilla y la silla a la calle, anunciando, amenamente, que estaba abierto el estudio.

—Comamos primero —le pidió.

El recibidor del estudio era pequeño —ni siquiera dos metros y medio de fondo—, y antes del mostrador, a la izquierda, estaba la puerta al estudio para los clientes, al cual también podía ingresar Hanna desde otra puerta de su lado del mostrador —que siempre mantenía cerrada, por su seguridad—. Ya detrás del mostrador, había una puerta más, al oscuro cuarto donde revelaba las fotos y, justo frente a la puerta, estaban las escaleras —bajo las cuales estaba un medio baño— al segundo piso, a su apartamento. Y al subir, recargado contra el barandal de madera, había un sofá color verde oscuro, de cuadros, que los hermanos habían elegido por considerarlo horrendo, muy apropiado para un padre con malos gustos como los que había tenido Jason y, decidiendo que su casita necesitaba verse como un verdadero hogar, lo habían llevado como una broma —aunque, tal vez, lo que querían ambos, lo que extrañaban ambos, era al hombre en sí—, luego estaba un comedor diminuto pegado a la pared —frente a la pequeñísima cocina—, el cual contaba con tres sillas, pero jamás lo usaban, pues siempre comían tirados sobre su cama matrimonial, frente a la cual estaba una televisión enorme, justo al lado de la puerta para el cuarto de baño.

Pero, al llegar a casa, y por primera vez en mucho tiempo, Hanna tomó asiento sobre una de las dos sillas mientras Mika se quitaba el calzado y sacaba algunos embutidos del refrigerador —de color verde claro, de una sola puerta, estilo retro—. Y mientras Hanna pensaba en cómo decírselo, él le preguntó:

—Y... ¿ya me dices qué tienes?

De inmediato Hanna despertó, pensó en sacudir la cabeza y negar que estuviese pasando por algo, pero... tenía qué decírselo. Seguramente la reacción, si él se enteraba por sí mismo, sería peor y... El problema era precisamente cómo decírselo.

Y entonces, de repente, mientras ponía una sartén sobre la estufa viejísima y regulaba el fuego, le preguntó:

—¿Tiene que ver con tu embarazo?

Hanna no se sintió sólo sorprendida, sino impresionada. ¿Él lo sabía? No, no... lo más importante: ¿él estaba bien con eso? Hanna no se dio cuenta de que había dado un salto en su silla, de que arrugaba sus cejas fijas y mantenía su boca estaba abierta.

—¿El médico te dijo algo malo? —siguió él.

Hanna no podía hablar. Se sentía débil. Mika echó cuatro salchichas a la sartén y la miró por un segundo, luego se volvió para voltearlas con la palita.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now