Capítulo 56

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IL CUORE HA LE SUE RAGIONI CHE LA RAGIONE NON CAPISCE
(El corazón tiene razones que la razón no conoce)

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Michelle Carbonell era un ex alumno del Instituto Católico Montecorvino y el actual dueño de la cadena de floristerías Carbonell. Michelle, aunque no tenía hijos, hacía grandes donaciones al liceo que le dio sus mejores años, por lo que el maestro Falcó no tenía ningún reparo en permitir que, el día de San Valentín, sus repartidores entraran al liceo para entregar las flores que los alumnos varones pedían para las señoritas.

En el liceo, ya era una tradición vieja: los hombres regalaban flores a las mujeres que estimaban: a sus amigas, a sus novias, incluso a las profesoras, y ellas, a cambio, les obsequiaban chocolates.

Y todo tenía un significado: una sola flor, era un obsequio para las amigas, para las personas a las que se les tenía cariño o respeto; un ramo, era algo más que amistad..., quizás amor. La misma regla aplicaba con los chocolates, uno pequeño era para los amigos -o una indirecta de que estaban dentro de la friendzone-; mientras que los finos, o incluso hechos por la chica misma, sólo podían significar dos cosas: un inmenso afecto y admiración..., o una pasión.

La tradición había comenzado más de cuarenta años atrás con pretensiones de recaudación económica; las flores -sólo rosas rojas, vendidas de una en una- y los chocolates -individuales- eran comercializados en el comedor y los alumnos se los obsequiaban, entre ellos, como muestra de apoyo a la causa anual. En ése momento, la tradición había perdido toda motivación filantrópica y se reducía a una estrategia de flirteo.

Había chicas que coleccionaban montones de flores aquel día -como Lorena y Rita, por ejemplo, y también Jessica, pues cumplía años el 14 de Febrero-, y chicos que tenían dotaciones de chocolates para todo el año -como Angelo y Lorenzo-. Y, claro, también estaban las personas que iban contra la ola de consumismo y ni aceptaban nada ni regalaban nada; Bianca era una de las últimas.

Por su parte, aquel día, Annie y Jessica tenían chocolates. Sería el primer San Valentín en que ellas regalarían uno; los habían hecho cuatro días atrás -emocionadas e impacientes-, ése mismo domingo cuando consiguieron el chocolate venezolano -aunque Jess se preguntaba si ése chocolate, muy oscuro y muy amargo, por muy fino que fuera, sería del agrado de Nicolas. Había sido idea de Annie utilizarlo, pues era el único que gustaba a Angelo-. Habían cortado en trozos las barras de chocolate, luego lo habían derretido, le habían dado forma en moldes y, luego, habían metido el resultado de su esfuerzo en bolsitas de celofán que ataron con listones rojos.

Jess se preguntaba si obtendría a cambio flores y, si era sí, de qué tipo serían. Annie no esperaba nada: sabía que Angelo no se atrevería a mandarle rosas y despertar más sospechas... Fue justo por eso que se sorprendió cuando, a mitad de una clase, el repartidor de la floristería Carbonell, mencionó su nombre.

El hombre uniformado, de blanco y rojo, tenía un carrito con variados ramos y rosas sueltas, y Annie caminó donde, él extrañada...

-¿Anneliese Petrelli? -le preguntó el hombre, cuando la chica se detuvo a unos pasos de él.

Ella asintió y él le guiñó un ojo antes de coger una bonita canasta tejida, alargada, que contenía un ramo de rosas blancas, de tallo largo, atadas con un listón igualmente blanco -por un momento, Anneliese recordó que eran de ésas las flores que su tío Uriele solía regalarle a su madre, pero el pensamiento se fue rápido-. Era una canasta hermosa, que contenía unas rosas hermosas..., y Anneliese supo, en ése instante, que no eran de parte de Angelo. Él no hacía esa clase de regalos tan... comunes.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora