Capítulo 28

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VALENTINO
(Valentino)

*

—¿Tienes puesto el altavoz? —preguntó Hanna, apenas Uriele contestó su teléfono celular—. No digas que soy yo —añadió rápidamente, antes de que él pudiera tener alguna reacción que los delatara.

Y, esta vez, ella había sido muy cuidadosa. No había llamado desde casa, ni siquiera del teléfono de alguno de sus pocos vecinos, en ese alejado risco donde Raffaele se empeñaba en vivir.

Los Petrelli tenían inclinación por las casas al borde de altos riscos, por esas a las que era difícil ingresar sin ser vistos.

Y por los secretos, ahora lo sabía Hanna.

Uriele Petrelli frunció el ceño, confundido:

—Buenas tardes —con absoluta discreción, el hombre respondió a la pregunta de su cuñada: no, no estaba solo—. ¿Qué hay? Estaba a punto de tomar un vuelo, con mi hermano —«¿Qué pasa? Estoy en el aeropuerto, con Raffaele», era lo que realmente él quería decir.

Y él jamás habría dado tantos datos de ubicación y personales a nadie, eso fue lo que llamó la atención de Raffaele, quien lo miró de reojo.

Los Petrelli también eran, de manera nata, un tanto paranoicos. Todos ellos, especialmente los varones.

Pero Hanna no era una Petrelli. No verdaderamente. Vivía entre ellos. Había parido a dos de ellos —parecían perseguirla desde que tenía diecisiete años—, pero no era una de ellos. Cuando ella creía que había peligro, es porque realmente lo había:

—Pues busca la manera de dejarlo y venir inmediatamente —le ordenó ella.

—No creo que eso sea posible, pero lo llamaré apenas aterrice —prometió Uriele, con tono distante y profesional.

—Uriele —lo llamó Hanna, endureciendo y bajando la voz—, el padre de Annie está aquí, fuera de mi puerta. Asegúrate de meter a tu hermano a ese puto avión y venir cuanto antes.

Uriele Petrelli sintió que su cuerpo se debilitó y sus manos se pusieron heladas. Miró a su hermano gemelo, a su vez, también él lo miraba, frunciendo el ceño.

Ya no era como verse en un espejo. Su hermano y él tenían treinta y seis años y, desde el momento en que nacieron, y hasta hacían ocho años —hasta antes del... suceso—, habían sido dos gotas de agua. Pero luego su hermano había caído en la depresión y en el alcohol —no lo culpaba. En su lugar, la culpa probablemente lo habría llevado al suicidio—, y había perdido dos terceras partes de su peso. Y más tarde, luego de ir a terapia —una que le había servido de poco— y rehabilitación, él había intercambiado las botellas de whiskey por pesas, ganando una musculatura tan grande como la pena que llevaba dentro.

Mientras Raffaele estuvo internado, los médicos le habían explicado a Uriele que el ejercicio era una buena manera de canalizar cargas las emociones negativas, pero él sabía que no era del todo cierto: su hermano sólo golpeaba el saco para sacarse la ira, y se ejercitaba hasta caer tan cansado que no pensaba en nada. Había cambiado el método, pero el objetivo era el mismo: dormirse, no pensar..., dejar de existir.

Raffaele no había mejorado.

Pero, gracias a todo eso, ahora su hermano gemelo y él se diferenciaban a simple vista.

Aunque Hanna Weiβ siempre supo distinguirlos; apenas conocerlos, trece años atrás, cuando eran tan parecidos que, si estaban en silencio, uno junto al otro, ni su propia madre podía diferenciarlos, ella lo hizo.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now