CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

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COÑO APRETADO, COÑO LIMPIO, COÑO FRESCO 

(lean el apartado al final plis)



—Anda Pierce, que llegamos tarde.

—Pero si la que todavía no termina de arreglarse eres tú —se queja él, sentado en la banqueta de la cocina sin dejar de mirarme actuando de manera frenética.

—Yo ya estoy —digo, pero él en respuesta solo observa mis pies.

Por mi parte hago lo mismo, dándome cuenta de que llevo puestas pantuflas.

—Mierda —siseo, corriendo nuevamente a la habitación.

Puedo escuchar desde aquí la risa de Pierce, es por eso que le largo una mirada asesina cuando vuelvo al comedor, caminando directamente hacia donde se encuentra mi abrigo y mi cartera, de todas maneras me detengo cuando me percato de que Pierce no me está siguiendo.

—¿Qué? —Pregunto, impaciente, pero es que ya vamos tardísimo.

—Dios, voy a arrepentirme de esto toda mi vida —murmura más para sí mismo que para mí, con las manos en las caderas y la mirada fija en el techo.

—¿Qué tienes? —Vuelvo a preguntar.

Pierce clava sus ojos nuevamente en los míos, antes de murmurar: —¿No se te olvida nada?

Frunzo el ceño, pensando, miro mi ropa: todo puesto.

Reviso la cartera: todo perfecto.

—No —respondo, con un encogimiento de hombros. —Vamos que es tarde —Insisto.

—Minerva —repite él y sus ojos se deslizan lentamente por mi torso, antes de subirlos casi de inmediato a mi rostro nuevamente—, ¿no sientes que estás un poco más..., libre? —Entrecierro la mirada en su dirección, haciéndome una idea. —Es decir, no es como si estuviera en contra de ello, de hecho debo confesar que la vista se aprecia —niega con la cabeza y se frota los ojos con la punta de los dedos ante el balbuceo que larga—, pero no estoy seguro de que en cuanto te percates vaya a no molestarte, de hecho siento que vas a ponerte como loca y me lo echarás en cara a mí por no haberte advertido, así que solo hago mi deber, pero como dije, a mi no me molesta.

—Pierce, ¿no era más fácil decirme que olvide ponerme el sostén y que se me veían las chichis? —Digo en su dirección, intentando sonar ligera, pero tengo las mejillas encendidas, mientras corro nuevamente a la habitación.

—Si, también esa era una buena forma de decirlo —balbucea él, luego de carraspear.

Maldigo para mis adentros cuando por el reflejo el espejo me doy cuenta de que con la camisa blanca que llevo puesta, se me transparentaban hasta los pezones.

«Con razón, pobre Pierce» pienso para mis adentros.

Una vez que vuelvo a salir de la habitación, lo tomo de la manga de su chaqueta, porque en serio, que es tarde, que es la charla de la señora Tibbals, que es mi ídola.

—¿En serio vas a presentármela? —Le pregunto a Pierce por tercera vez.

—Que si —responde él, rodando los ojos. —Pero solo te la presento y me voy, porque siempre quiere estar hablando por horas conmigo.

—Tal vez le gustes.

—Es una de las mejores amigas de mi madre —responde él.

—Como la señora Robinson —digo y al ver su mirada interrogante, agrego: —La señora que dominaba a Christian.

Pecado con sabor a caramelo. LIBRO 2Where stories live. Discover now