CAPÍTULO SESENTA Y CUATRO

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TE DEJARÉ ALGUNAS PALABRAS DEBAJO DE TU PUERTA




Mis ojos están clavados en la esquina de la habitación impolutamente blanca.

Después de mirarla por no se cuanto rato, me doy cuenta de que no hay una sola mancha.

Nada.

Todo en la habitación es de ese color, incluso lo eran las sábanas que cubren la camilla —que ahora tiene un poco de mi sangre en ellas—, junto con el olor a antisépticos que me hacen picar la nariz.

No sé en qué momento desperté, solo abrí los ojos y un rostro con una sonrisa amable me devolvió la mirada.

No pregunte donde estaba, porque lo sabía.

No pregunte si él estaba vivo, porque temía la respuesta.

No pregunte que había pasado con Harold, porque no estaba lista para saberlo.

Por lo que simplemente me quede allí, de piedra y esperando que terminaran de hacer lo que tenían que hacer.

Supongo que habían puesto anestesia local, porque no sentía ningún dolor, de todas maneras, escuche a los doctores hablar, mientras una de las enfermeras me vendaba el torso con un poco de presión para contener la herida, que había necesitado solo un par de puntos donde me había rozado la bala de Marcus, la cual finalmente había impactado en Harold. Una de las heridas de la cabeza había necesitado puntos también, pero supongo que todavía estaba desmayada como para saberlo. 

Tenía un ojo un poco hinchado y el labio partido, así como un escozor en una de mis mejillas. 

Una de las enfermeras murmuró que lo más probable es que estuviera en shock, que lo mejor sería sedarme. 

—Cuando termine, ¿puedo ir al baño?

Me obligue a preguntarle eso con amabilidad a la enfermera que terminaba de vendarme. En realidad no quería ir al baño, pero necesitaba mantenerme despierta, porque por más que no me sintiera lista, tenía que enfrentar lo que había pasado y por más que me hiciera un hueco en el alma, necesitaba saber si él, si él...

—¿Puedo? —Insistí al no obtener respuesta.

No necesitaba tener un puto ataque ahora mismo, así como también necesitaba aunque sea un instante para mi misma y poder pensar, acomodar mis ideas.

La enfermera miró al doctor, que le dio un breve asentimiento. Me ayudaron a ponerme de pie y una vez que mis piernas estuvieron estables, caminé en dirección al baño y cuando quisieron entrar conmigo, les pedí privacidad.

Apoye mis manos en el lavado y observé sorprendida la sangre debajo de mis uñas.

Me las quede mirando unos cuantos instantes, antes de abrir el fregadero, echar jabón en mis manos y comenzar a cepillarlas con fuerza, queriendo que aquel rastro de violencia desapareciera de mi piel.

No me di cuenta que estaba respirando con tanta dificultad hasta que tocaron la puerta del lavado y reaccioné.

Preguntaron si todo iba bien y con una entereza que no sentía, murmure que si, que solo necesitaba refrescarme un poco.

Entonces levanté la vista y mis ojos se encontraron con unos completamente desprovistos de fuerza en el reflejo.

Mis ojos estaban hinchados, mi cabello era un desastre pegajoso y tenía un buen moretón en una de las mejillas, intenté recordar, pero no pudo venirme a la cabeza el momento en el que recibí dicho golpe. 

Pecado con sabor a caramelo. LIBRO 2Where stories live. Discover now