4. Bienvenida a casa

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En casa de los Gómez, los domingos tenían muchos sinónimos. Los domingos significaban paella, risas, aunque a veces significara también peleas, siempre siempre, los domingos significaban familia. Pero ese domingo, era un domingo especial porque, había vuelto a casa un miembro más de aquella familia.

Cuando Amelia entró por ese portal tras María mientras subían las escaleras, a la ojimiel se le fue formando un nudo en el estómago. No sabía por qué, pero estaba muy nerviosa. Tenía unas ganas locas de volver a abrazar a los que un día fueron como sus padres, y, sobre todo, al único abuelo que nunca había tenido, pero, por otro lado, le daba miedo que la vuelta a aquellos lugares de la infancia le devolviese a un pasado que tanto esfuerzo le había costado enterrar. Llegaron a la puerta de la casa y María abrió con su llave y en cuanto entró... todos sus temores se esfumaron. Aquel olor a la comida de Marcelino, al perfume tan característico de Manolita y el sonido de la radio de Pelayo escapándose por el pasillo que llevaba a las habitaciones, definitivamente, le estaban indicando que estaba en casa.

- ¡Hola familia! Ya estamos aquí. – anunció María.

Cuando Marcelino escuchó esa frase en plural, salió de la cocina corriendo para dirigirse al salón, porque sabía quien acompañaba a su hija. Sabía que su otra hija no biológica había venido con ella y no podía esperar para volver a verla.

- ¡Amelia!

Y la morena no pudo responder porque el abrazo de Marcelino la dejó sin respiración. Los gritos de emoción alertaron al resto de la familia, que salieron a recibirla con la misma alegría que lo había hecho este.

- Amelia. – dijo Manolita evidentemente emocionada cuando su marido por fin soltó a la ojimiel, acercándola hacia sí para darle un abrazo lleno de amor.

A diferencia del abrazo de Marcelino, este rebosaba una dulzura maternal que hizo que a Amelia se le saltaran las lágrimas.

- Lo siento mucho. – dijo casi en un susurro mientras intentaba aguantar ella también las lágrimas.

- Gracias Manolita. – respondió en el mismo tono.

Manolita se separó de ella para mirarla, no sin antes dejarle un beso en la frente.

- Charrita mía. – dijo Pelayo también emocionado y Amelia se preparó para otro abrazo.

Habían pasado seis años desde la última vez que le había visto, pero aquel hombre parecía tener un pacto con el diablo para no envejecer y no pudo alegrarse más, porque debería ser así, los abuelos deberían ser eternos. Cuando terminó la ronda de abrazos, Amelia lucía totalmente desbordada con tantas emociones. María se había quedado tras ella, también emocionada viendo esa escena, porque no podía creerse que por fin hubiera vuelto.

- Madre mía, no sé si voy a aguantar todo el día con esta montaña rusa de emociones.

- No digas tonterías, tu puedes con demasiadas cosas, siempre nos has demostrado lo fuerte que eres.

- Marce... - no quería llorar, pero no iba a poder evitarlo si seguían diciéndole ese tipo de cosas.

- Vale, vale, dejémonos de sentimentalismos. – dijo Manolita intentando que no decayera el ambiente. – María ayuda a tu abuelo a poner la mesa.

No mencionó a Amelia, pero ella fue junto a ellos a ayudarles. Nunca le había gustado sentirse una invitada en aquella casa, siempre quería ayudar como si fuera una hija más. Su madre la quería con locura y siempre había dado todo por y para ella, pero en aquella casa tenía otros padres más, que la regañaban cuando sacaba malas notas (que no era muy a menudo), que la castigaba junto a María cuando volvían de fiesta pasada la hora establecida, y que la habían apoyado siempre, sin ninguna excepción.

Un refugio en ti (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora