38. La tensión es muy mala

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La semana había llegado a su fin y había sido la mejor semana de su vida. Que los labios de Luisita fueran lo último al tocar por las noches y sus ojos marrones lo último que veía antes de quedarse dormida, era una sensación inexplicable. Pero si otra cosa había marcado esa semana era que, desde que dormía entre los brazos de la rubia sus pesadillas habían disminuido drásticamente. No quería decir que no las siguiera teniendo, pero ya no eran tan a menudo y cuando despertaba presa del pánico, Luisita estaba ahí para tranquilizarla y acariciarle la espalda mientras volvía a quedarse dormida.

En un principio acordaron no dormir juntas todas las noches, ya que el hecho de ser compañeras de piso podía dificultar aquello de querer empezar poco a poco, impidiéndoles tener el espacio personal que cada una necesitaba, pero fue una norma imposible de cumplir porque Luisita no podía evitar entrar en su habitación por las noches y tumbarse un rato con ella, y en esos momentos, ni Amelia quería que se fuera ni Luisita irse. Era cierto que el hecho de que ambas estuvieran tan ocupadas con sus trabajos hacía que apenas se vieran durante el día, así que ninguna se sentía agobiada por la convivencia y ambas deseaban que llegara la noche para dormir abrazadas. Aunque claro, no sólo se abrazaban.

El sexo había mejorado, no es que antes fuera malo ni mucho menos, ya la primera vez que tocó a Luisita supo que aquellos lunares nunca se irían de su cabeza al igual que el placer de su tacto, pero desde que Amelia empezaba a relajarse, todo fluía mucho más. Ambas cumplieron sus promesas, Amelia empezó a dejar que Luisita se pusiera encima suya y la rubia sólo la besaba transmitiéndole una seguridad que la ojimiel nunca creyó que pudiera sentir. Además, toda esa seguridad que le transmitía, hacía que Amelia se sintiera tan cómoda que ya no intentaba regular tanto la temperatura de la situación, y cada vez aquellos encuentros era más y más pasionales, pero sin llegar a esa lujuria que sabía que Luisita tanto deseaba desatar, hasta el punto que ella misma también empezaba a sentir esa necesidad. Quizás aún no estuviera preparada, pero poco a poco estaba avanzando y ambas lo sabían.

Como cada domingo, Amelia estaba parada frente al portal de los Gómez pero, a diferencia de todas las veces anteriores, esta vez estaba nerviosa. Era la primera vez que iban a una comida después de haberse besado y no sabía cómo actuar. Se habían acostumbrado a andar con cuidado en casa por María, pero era muy diferente sentarse delante de los que ella consideraba sus otros padres y abuelo y mentirles a la cara. A decir verdad, temía un poco la reacción de estos cuando se enteraran, pero realmente no tenía ni idea, porque Marcelino podía tomárselo o muy bien o muy mal, no solía tenía tener punto medio, al igual que su hija pequeña. Amelia sonrió al volver a recordar a Luisita, porque cada vez que su recuerdo volvía a su mente, una pequeña sonrisa se dibujaba en su cara. Era imposible negarlo, simplemente, era feliz.

– ¡Buh!

Amelia sintió cómo unas manos se posaban en su cintura haciendo que diera un brinco y el corazón quisiera salir de su pecho, pero eso lo único que provocó fue que la otra persona empezara a reír descontroladamente. Le encantaba su risa, pero en estos momentos quería matarla.

– ¡Luisita! Por favor, que susto me has dado – dijo llevándose la mano al pecho.

– Perdón. – pero no sonaba nada convincente porque seguía riéndose con la misma intensidad.

– Mujer, ¿cómo se te ocurre tocarme sin que yo me dé cuenta?

Luisita paró un poco la risa al darse cuenta de que igual no había sido una buena idea para una persona con problemas de contacto físico, pero no podía quitar la sonrisa de la cara porque es que la imagen de Amelia sobresaltándose le seguía pareciendo demasiado graciosa.

– Vale no lo volveré a hacer nunca más, tranquila que casi se te sale el corazón por la boca. – seguía diciendo algo divertida llevándose una mirada de reproche de Amelia.

Un refugio en ti (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora