62. Dudas y miedos

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– ¿Luisita?

Levantó la cabeza del teléfono para ver cómo Amelia seguía en la puerta esperando a que le diera una respuesta.

– Tengo trabajo acumulado, mejor me quedo aquí. Pasadlo bien, ¿vale?

Le dio una sonrisa que tan amplia que hizo que casi la creyera, y Amelia simplemente asintió y salió de ahí junto a Eva.

Se dirigieron hacia el coche, el cual tenían aparcado justo frente al portal y Amelia decidió no darle más vueltas a qué le pasaba a Luisita últimamente, porque no podía hacer nada al respecto. Sin embargo, no era la única persona con actitud extraña.

Eva estaba sentada en el asiento de atrás del coche callada y Amelia la conocía demasiado bien como para saber que aquel "lo siento" era exclusivamente por haber dicho una palabrota. Aunque a ella le enfadara cómo reaccionaba Eva con todo el tema de Isabel y pensara que era un berrinche de niña pequeña, no podía evitar sentirse mal al verla tan apagada en el asiento de atrás. Eva no era la única que iba a terapia y ella también sabía que si algo te molestaba había que hablarlo, y ¿qué clase de ejemplo le estaría dando a su hija si no lo hiciera ella? Sobre todo porque era el gran lema de Luisita.

– ¿Hay algo que quieras decirme?

Fue como si no hubiera preguntado nada, porque Eva no articuló palabra. La miró por el retrovisor y la vio con aquellos bracitos cruzados y los ojos algo brillantes.

– No es eso lo que te hemos enseñado, ¿verdad?

– No. – murmuró.

– ¿Y qué hay que hacer con los sentimientos?

– Expresarlos para que no nos coman. – dijo aquel mantra de Luisita.

– Exacto. ¿Quieres decirme cómo te sientes?

Se calló unos segundos más antes de coger aire y decir aquello que tanto temía.

– Siento que cuando quieres que quede con Isabel es porque te arrepientes de haberme adoptado.

Sólo hubo silencio, pero Eva pudo escuchar cómo acababa de partirle el corazón a su madre. No es algo que pensase a menudo, de hecho, sabía perfectamente que Amelia la adoraba, sin embargo, no podía evitar que sus miedos salieran a la luz. El silencio siguió reinando en lo que quedaba de camino hasta el campo de fútbol donde jugaba Eva aquella tarde, y cuando Amelia aparcó el coche definitivamente, se quedó unos segundos mirando el volante.

– Perdón. – murmuró Eva.

Amelia negó con la cabeza, como si en realidad quisiera evitar que le salieran aquellas lágrimas que estaban amenazando por hacerlo. Se desabrochó el cinturón y salió del coche para entrar de nuevo en la parte de atrás y sentarse junto a su hija.

– No pidas perdón, pajarito. Si es lo que sientes no tienes que disculparte.

Se quedaron en silencio unos segundos más y la niña no se atrevió a hablar, y esperó pacientemente a que fuera Amelia quien se girara hacia ella y hablara.

– Eva, eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Cuando te conocí, supe en ese instante que tenía que hacer todo lo que estuviera en mi mano para protegerte, y siento si a veces soy demasiado sobreprotectora, pero si te insisto en que no pierdas el contacto con tu madre es precisamente porque te quiero. Te quiero y no quiero que sientas ese gran vacío que se queda en el alma cuando se pierde a una madre, porque es horrible, y no quiero que tengas ese sentimiento nunca.

– Pero yo no he perdido a una madre, he ganado dos... e Isabel no es como abuela Devoción.

Eva agachó la cabeza y Amelia sonrió, levantándosela suavemente para que volviera a mirarla.

Un refugio en ti (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora