49. OH. DIOS. MIO.

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Había sido un día realmente duro. Se había tirado toda la tarde atendiendo unos hermanos recién llegados a la asociación cuya historia era realmente difícil, ya que la madre ya no estaba con ellos y lo único que les quedaba era un padre que sólo hacía atemorizarles. Además, otras dos niñas se habían peleado entre sí y salieron mal paradas, por lo que también tuvo que hacer de mediadora y, para colmo, Eva no había ido aquel día.

A Luisita casi siempre que la veía tan triste, tan evidentemente descuidada, se le partía el alma, pero al menos la veía y sabía qué era de ella. Sin embargo, los días en los que Eva no iba a la asociación, la imaginación de la rubia iba a demasiados escenarios y ninguno bueno. Sabía que no debía preocuparse tanto por ella, sabía que su adoración por la niña se estaba saliendo mucho de lo profesional, pero no podía evitarlo. En realidad, la historia de Eva no era la única que se le clavaba en el alma, casi siempre que tenía un día tan duro como ese, el sentimiento de culpa le acompañaba hasta casa, porque sentía que ella volvería a su dulce hogar mientras dejaba a esos niños volver a su infierno y eso era injusto. Si fuera por ella, se los llevaría a todos a su casa para refugiarlos de la realidad, pero no podía y la impotencia la invadía.

Sabía que aquel sentimiento le duraría toda la noche y sólo quería llegar a casa, dormir e intentar despejarse, olvidarse un poco de la cruda realidad. Sin embargo, en cuanto salió de la puerta de la asociación, se encontró a aquel haz de luz que siempre conseguía iluminar sus días negros. No sabía que hacía ahí, sólo sabía que su sonrisa había hecho que ella también sonriera un poco por primera vez en todo el día.

Ni si quiera la saludo, sólo la abrazó y, Amelia que ya la conocía demasiado bien, simplemente la refugió en sus brazos dándole su espacio.

– ¿Qué haces aquí? – preguntó Luisita saliendo de aquel abrazo.

– ¿Cómo que qué hago aquí? Habíamos quedado para cenar, ¿te acuerdas?

Luisita la miró y se dio cuenta de lo bien arreglada que iba Amelia. En ese momento se acordó cómo la ojimiel llevaba toda la semana contándole que habían abierto un nuevo restaurante que parecía bastante romántico y de lo mucho que quería llevarla  a cenar ahí.

– Joder, se me ha olvidado. – suspiró cerrando los ojos.

– No te preocupes cariño, vas guapísima igualmente y todavía nos da tiempo a llegar al restaurante.

La rubia la miró y le dolía ver la ilusión en aquellos ojos miel, porque la amaba y le daría todo lo que ella quisiera, pero es que ese día no podía más. Ya no sólo era cansancio físico, era saturación.

– Amelia, yo es que... hoy estoy muy cansada. Perdóname, de verdad, pero es que sólo quiero llegar a casa.

– Bueno, no te preocupes. Encerrarnos en mi cuarto tampoco me parece mal plan. – dijo Amelia levantando la ceja con tono sugerente.

– Amor, de verdad, es que yo sólo quiero descansar. Lo siento.

Amelia la estudió y se dio cuenta de todo el agotamiento que arrastraban aquellos ojos marrones. Sabía que en aquel lugar donde trabajaba su novia había mucha pena y que a veces era muy difícil dejarla ahí antes de salir. Ese trabajo no era para cualquiera y la gran mayoría de las veces, Luisita lo llevaba de una manera realmente admirable, pero también era normal que tuviera sus días malos. Sin embargo, eso no fue lo que realmente hizo que Amelia sonriera desconcertando a su novia.

– Estoy muy orgullosa de ti, ¿lo sabes?

– ¿Por olvidarme de nuestro plan y no querer sexo? – preguntó confundida.

– Si, por todo eso y por decírmelo sin miedo a que me enfade, sin que lo hagas sólo por compromiso, porque sé que en otro punto de tu vida lo habrías hecho sin cuestionarlo.

Un refugio en ti (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora