27. Sacudirse el polvo

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No había pegado ojo en toda la noche. No iba a mentir ni autoengañarse, aquel mensaje de su exnovia con aquella extorsión y su foto desnuda era algo que se había grabado en su cabeza a fuego, y sabía que era algo que le costaría muchísimo borrar. Y no sólo la imagen y sus palabras amenazantes, sino aquella sensación. Era difícil de explicar, pero lo más parecido, sería impotencia, vulnerabilidad. Había entregado su corazón y su confianza y fueron machacados sin ninguna piedad. Esa noche, volvió a llorar, pero en cuanto el sol apareció por la mañana, decidió que aquella noche sería la última en la que habría llorado por Bea.

Todo tiene un límite, hasta la pena. Ella sabía que los sentimientos negativos había que dejarlos salir, como le había dicho a Amelia la noche anterior. Si hay algo que te haga estar vivo, es sentir, y sentirlo todo. La rabia, la pena, la felicidad. Todo, y Luisita le había dado la bienvenida a la tristeza como se merecía, porque en ese momento, era su lugar, pero también sabía que había que dejarla ir. Aquella noche, abrazó a su tristeza por última vez y, al amanecer, le dio un último beso antes de pedirle que se fuera para no volver, porque, al fin y al cabo, había sido su compañera demasiado tiempo. Sabía que no se iría tan fácilmente, pero también sabía que acababa de dar uno de los mayores pasos de su vida. El dolor y la tristeza hay que sentirla para poder dejarla ir.

Poco a poco, Luisita, poco a poco.

Tras decirse eso a sí misma, miró su móvil y se dio cuenta de lo temprano que era. Al parecer, además de ser un día duro, también sería largo. Había tomado una decisión, había sido difícil, pero también sabía que decidiera lo que decidiese, iba a serlo. Desbloqueó su móvil, mandó dos mensajes a dos personas en concreto, y, así, selló su decisión final.

Respiró hondo y salió de la cama para enfrentarse a aquel día, porque, a pesar de no haber dormido, extrañamente sentía una fuerza que quería salir de ella. No se lo impediría, por primera vez en mucho tiempo, iba a confiar en sí misma.

Se pasó gran parte del día en la asociación y tenía que reconocer que cada vez lo disfrutaba más, porque ahora no iba a ese lugar sintiendo que estaba haciendo algo malo, yendo a escondidas, ocultándoselo a su novia. Se había quitado también ese peso de encima, un peso que nunca debió estar ahí, porque nunca había sido algo malo. Esas últimas semanas de transición también le estaba haciendo replantearse muchas cosas, y, entre ellas, intentar integrarse en el equipo de la asociación más allá de un simple voluntariado. Quería hacer de ese trabajo su vida, aunque el sueldo fuera bajo, le daba igual, porque valía la pena.

Se le había echado el tiempo encima, y para cuando quiso darse cuenta, ya era la hora de su turno en el King's. María solía ser muy flexible con ella cuando sabía que estaba en la asociación, pero no quería abusar de la bondad de su hermana, porque, al fin y al cabo, era su negocio. Se cambió rápidamente en las taquillas que tenía en aquel lugar donde siempre guardaba un uniforme de repuesto porque no era la primera vez que le pasaba aquello, y cogió el metro para ir rápidamente al King's.

Nada más entrar, vio a su hermana tras la barra hablando alegremente con una chica que, aunque estuviera de espaldas, la reconocería en cualquier lado. Sonrió. Tenía que reconocer que le gustaba llegar al King's y ver a Amelia sentada sobre la barra, a pesar de su aspecto de cansancio. Era probable que la ojimiel acabara de salir del teatro y se hubiese ido directa hacia ahí. Solía hacerlo, Luisita se había dado cuenta de que, por muy cansada que estuviera Amelia al final del día, no se iba directamente a casa, siempre se pasaba por el King's. Era obvio que lo que buscaba Amelia no era la cerveza de después de trabajar, y algo en el interior de Luisita le decía a que se debía que a la ojimiel simplemente no le gustaba estar sola en casa. Y era cierto, la rubia la conocía, y lo que le pasaba a Amelia es que, después de la soledad que la había envuelto durante años, por primera vez, el llegar a casa era un alivio, un motivo de felicidad, pero, sin embargo, cuando entraba en ella y la encontraba vacía, le volvía a invadir aquel sentimiento de soledad, y no porque Amelia no supiera vivir sola, sino que lo había hecho durante tanto tiempo que, ahora que no lo estaba, quería aferrarse a la sensación el máximo tiempo posible ante de que a soledad volviera a ella, porque para Amelia aquello llegaría tarde o temprano. Ella no estaba acostumbra a que la vida le sonriera.

Un refugio en ti (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora