Intento 1

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¿Será hoy? ¿Hasta cuándo tendré que aguardar? Algo tiene que pasar pronto.

Mas las desoladas montañas solo dejaban escuchar  el murmullo del viento. Estas dibujaban un paisaje agreste que, según los ojos de quien lo mirara, podía ser interpretado como misterioso, triste, indómito, acaso un reto, pero nadie negaría que era imponente. Su altura y desnudez provocaban la sensación de percibirse pequeños o tal vez agradecidos por el silencio y la oportunidad de reflexionar; cuando no existen distracciones de señales de vida, el pensar toma las riendas.

En dicho paraje Esteban no solo cavilaba, sino que esperaba sin tregua. Sentía la convicción de que iba a suceder, tenía que ser así. ¿No se lo habían prometido? ¿No era su herencia, su misión? Debía ocurrir en cualquier instante; ya llevaba allí una jornada y media. No obstante, había la posibilidad que tomara aún más tiempo, por lo que se hallaba preparado: contaba con suficientes víveres para unos días extra, una carpa lo resguardaba de las inclemencias durante las horas nocturnas y la bolsa de dormir era tan cómoda como su propia cama, a pesar del suelo duro y empedrado.

El azul del cielo dio paso a su transformación cíclica de diferentes tonalidades hasta dejar aparecer una a una sus lucecitas, parecían querer imitar ser una nube de luciérnagas que flotaba en lo alto. La noche tomó posesión de todo. Esteban, todavía fuera de su carpa, prendió la taza calentadora con agua, abrió un sobre de comida para acampar, puso el alimento deshidratado en un plato hondo, vertió adentro el líquido hirviendo y devoró su contenido. No podía faltar una última indulgencia, caldeó más agua y le echó un buen pocotón de chocolate instantáneo.

Abrazado a su jarro cálido siguió allí sentado. Quizás aquella noche era el momento adecuado o se vería obligado a vivir otras adicionales con cada uno de sus sentidos alertas, a fin de no perder la primera señal. El problema radicaba en que no tenía la menor idea cuál sería la bendita seña; acaso era la estrella fugaz que ahora transitaba a su derecha, el cambio de dirección del viento, la casi inaudible piedrecilla que cayó unos metros por allá.

Esto es una tortura, pensó, de verdad es cierto eso de que el que espera desespera. ¡Ya no sé qué buscar! 

Cálmate, se aconsejó. Inhala..., exhala... De nuevo... No puedo perder la cabeza. Relajarme, eso es lo que debo hacer. Convertirme en parte de mi entorno y ser uno solo con él, respirar como él, sentir como él. De esa forma, si algo fuera de lo común sucede, me daré cuenta de inmediato.

Aún había un problema adicional, Esteban sabía que aquello sería el inicio de su misión, mas no estaba para nada seguro sobre qué se trataba. El mensaje que recibió había sido muy oscuro. Lo único de lo que sí tenía certeza era que este existía, se encontraba allí con él. Poco importaba lo que Isabel le dijo cuando le confesó lo sucedido, él se hallaba convencido que era real y no necesitaba probárselo a ella ni a nadie. Fue así como, unos días atrás, tomó su equipo de campamento y partió rumbo al Punto de Contacto.

¿Será este el buen sitio? se preguntó. ¿Habré descifrado bien sus coordenadas? Otra vez la cochina duda rondándome. Pero no voy vacilar; después de todo lo que me ha pasado para llegar a este lugar sé que es verdad, es un hecho y punto.

De improviso, ondularon en el cielo una danza de colores diáfanos.

¿Auroras Boreales? Siempre he querido verlas, ¡Qué suerte! Qué... ¡QUÉ TONTO! ¿Auroras Boreales en esta latitud? ¡Imposible! ¡Esta debe ser la señal! Y ahora, ¿qué hago?

Esteban entró deprisa a la carpa, rebuscó en el interior de su mochila y sacó una caja. Salió, abrió lo que llevaba y extrajo un instrumento extraño: tenía la forma de una cornucopia, como un cuerno de vaca vacío o uno de esos cachitos rellenos con crema. Era de color verde olivo, hueco y con un orificio en cada extremo. Vio a través del cabo más grueso hacia las supuestas Auroras Boreales, luego le dio media vuelta y miró por el opuesto. Nada.

Si no es usando los ojos, razonó, a lo mejor a través del sonido. Así que acercó la punta del objeto a su boca y sopló. Primero en manera delicada, después con mayor energía, por último con toda la fuerza de sus pulmones. Ni un mínimo rumor salió de él.

Pueda ser que sea una frecuencia sonora que los oídos humanos no son capaces de oír. O quizás debo soplar por el otro lado.

Dicho y hecho. Esteban embutió sus labios en la abertura de mayor tamaño y por tercera ocasión sus esfuerzos no dieron ningún fruto.

¿Y si lo froto como a la lámpara de Aladino? Sin nada que perder, restregó hasta que le quemaban las manos. 

Esto es ridículo, se dijo. ¡Se supone que soy una persona inteligente! Si he sido capaz de descubrir la cura del SIDA, ¿cómo no puedo tener una gota de imaginación para utilizar este aparatejo?

Por enésima vez volvió a examinar el artefacto, lo que era una acción poco productiva, puesto que se lo conocía mejor que la palma de su mano. Desde hacía ya casi dos semanas que lo estudiaba, incluso le hizo un número de pruebas con el propósito de definir su composición. Sin embargo, no consiguió resultado alguno, salvo el de obtener la certeza que el material del cual estaba compuesto era uno desconocido.

Poco tiempo atrás, el científico hizo el hallazgo que cambió su vida, lanzándola por un torbellino de interrogantes, la mayoría sin respuesta. Las que pudo contestar lo condujeron a otras nuevas o a resolver acertijos que lo llevaron a este aparato que todavía no tenía nombre, salvo con el que Isabel lo bautizó en forma sardónica: embudo de sordos. Parecería un apodo de chiste, pero no lo era; en su furia contra el objeto tal fue el primer insulto que se le ocurrió. Para ella, utilizar alguna grosería hubiera sido otorgarle cierta importancia. Identificarlo como embudo de sordos era menospreciarlo, humillarlo más y, de paso, enviar a Esteban el mensaje indirecto de que él se denigraba también por darle una ápice de credibilidad a la cosa esa.

Con una sonrisa recordó de vuelta a Isabel: no cabe duda, tiene imaginación para regalar. Y es verdad, esto fácil puede parecerse a un embudo de sordos.

En ese momento, sin previo aviso, notó que las auroras iniciaban a perder intensidad de movimiento y color. No le quedaba mucho tiempo. De pronto, sus ojos se agrandaron, su boca se entreabrió y se frotó los dientes con la lengua. Enseguida llevó el instrumento a su oreja. Fue entonces cuando escuchó, en un modo brillante y claro, lo que unas voces melodiosas le decían...

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