Intento 3

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 El café del centro comercial se presentaba casi vacío; al ser un día de semana, las horas pico eran de ocho a nueve de la mañana, mediodía y de cuatro a cinco de la tarde. Aquellos eran los intervalos cuando los empleados de las oficinas del centro se apuraban a comprar algo para desayunar, almorzar o merendar después de un día de trabajo. Dado que eran las nueve y media de la mañana, las tiendas iniciaban a abrir sus puertas, pero todavía no se veía ningún tránsito de personas, solo nuevas mamás con pequeñuelos en sus cochecitos o gente ya entrada en edad que hacía un buen tiempo dejaron la responsabilidad de un trabajo remunerado, por la tarea de disfrutar su jubilación.  

 Sin embargo, la mesa redonda para dos del café tenía ocupantes acomodados en sus sillas metálicas de color anaranjado chillón. Un par de jóvenes o viejos, según fuera quien los mirara. Un niño de diez años diría que se trataba de abuelitos, una mujer de setenta y cinco los tasaría como unos muchachos maduros. La realidad era que estaban alrededor de los cincuenta, exhibían la típica barriga de aquellos que deciden, que el mejor ejercicio es ver la televisión con una botella de cerveza en una mano y una bolsa tamaño familiar de chips en la otra. Era evidente que no gastaban mucho dinero en champús, ya fuera porque a uno su frente se había ampliado tras el pasar de los años y ahora amenazaba alcanzar la nuca; ya fuera porque el cabello del otro tenía un brillo grasiento, pese a estar surcado por ríos blanquecinos de canas. Se hallaban vestidos de forma casual, en realidad cerca a de forma dejada, portando algunas manchas en sus pantalones y camisas arrugadas. No cabría sorprenderse, si una de esas damas de setenta y cinco hubiera comentado:  

"Se ve que estos dos son solterones; si estuvieran casados o con pareja, ellas no les hubieran dejado salir en esas fachas."

Los sujetos en cuestión no eran gemelos ni familia cercana ni mucho menos lejana y eso también se podía apreciar, a pesar de las similitudes. Uno era bajo con la cara afeitada, no obstante, revelaba cortes aquí y allá, lo que delataba la utilización de una hoja de rasurar que debía encontrar una compañía de reciclaje como nuevo lugar de residencia. La tez cobriza, su cabellera (o lo que quedaba de esta) mostraba un matiz negro oscuro. Lucía una nariz aquilina y ojos pequeños que hacían juego con la tonalidad del pelo. El otro era más bien alto, bigotes y barba mal mantenidos ataviaban su rostro. De tipo rubio, poseía ojos chicos como los de su acompañante, aunque se diferenciaban en el color por ser claros; entre verdes y grises. Ambos se miraban con intensidad, como si esperaran alguna señal que solo ellos podían entender para iniciar la conversación.

Su silencio se vio interrumpido a la llegada de la joven y esbelta mesera que trabajaba en el horario de las mañanas, ya que en las tardes se la pasaba en cursos con el fin de graduarse en veterinaria. Ella sentía que todo el día lidiaba con animales porque los clientes matutinos varias veces se comportaban de una manera bárbara mayor, que la de los clientes que confrontaba en la tarde.  

"Dos tazas de café, uno negro y el otro capuchino," anunció. "¿Desearían algo más?"

"No," se apresuró a contestar en forma cortante y de mala gracia el de baja estatura.

No hay vuelta que darle, los animales de la tarde son mucho más educados, pensó la joven. 

Una vez fuera del alcance del oído de la mesera, el silencio entre los dos comensales se desvaneció.

"So, here is the deal," dijo el de la cara afeitada. "You tell me what I want, and I give you what you want."

 "¿Qué diablos me estás diciendo?" replicó con confusión y malhumor su compañero. "¿Te estás haciendo el gracioso o qué? ¿Te estás burlando de mí? ¿Qué se te ha dado por hablarme en otro idioma?"  

"Another language? But what are you talking about? What language do you want me to use if not the one I know? Who do you think I am, a multilingual parrot?"

"¿Y todavía insistes? Yo no estoy aquí para perder el tiempo, soy alguien muy ocupado ¡y no tengo por qué aguantar esta tomadura de pelo!" repuso el hombre alto. 

A continuación, bebió de un solo trago la diminuta taza de capuchino y se puso de pie, listo para marcharse. Al levantarse, el individuo medio calvo notó cuál era el problema: la luz amarilla del multitraductor se encontraba apagada. Con un gesto perezoso, señaló al rubicundo barbudo su cinturón y él, al notar que el dichoso artefacto no estaba en funcionamiento, lo prendió de inmediato.

"Lo tenía apagado para ahorrar baterías," señaló, y se apresuró en agregar, "por supuesto no es que necesite ahorrar dinero, pero no hay que desperdiciarlo tampoco..." Y volvió a sentarse.

El multitraductor era un invento excepcional que revolucionó la comunicación. Del tamaño no mayor que un antiguo USB plano, y los últimos modelos más minúsculos aún, uno se lo podía colocar en el cinturón, bolsillo o cualquiera parte conveniente. Con una gran sensibilidad para captar las ondas sonoras de la voz humana, este aparato decodificaba los sonidos del lenguaje que recibiese y los recreaba traducidos en el idioma que estuviera programado. Gracias a aquella innovación, la comunicación entre la gente se simplificó al instante; ya no había necesidad de estudiar otras lenguas, salvo si uno se hallaba interesado en esa rama como trabajo o investigación. Los movimientos de personas de país a país crecieron de manera exponencial, aumentando con creces la diversificación cultural y racial en el mundo. El rubro de las empresas de interpretación desapareció y fue reemplazado por la industria tecnológica del multitraductor. Al inicio fue un objeto de lujo, al poco tiempo pasó a ser una cosa de diario, hasta que se convirtió en un artículo esencial subvencionado por los gobiernos. Hoy en día no se podía concebir vivir sin uno de esos dispositivos.

"Entonces, este es el trato," retomó el sujeto carente de barba. "Tú me dices lo que yo quiero y yo te doy lo que tú quieres."

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