Intento 65

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Era una mañana fría en Grosumerla, el cielo se presentaba libre de nubes que sirvieran de frazada a la ciudad durante la noche. Las aceras y el césped de la calle se encontraban cubiertos de una delgada capa de hielo, la que producía un sonido crocante bajo los pies de la gente que se aventuraban a caminar a esas horas. Raymundo podía ver con claridad el vapor que su respiración producía, al mismo tiempo que trataba de mantener un paso rápido para evitar sentir el rigor del clima. La ducha caliente que había tomado antes de partir, junto con la temperatura acogedora de su habitación, no lo habían preparado para el golpe frígido que sintieron sus pulmones al salir del hotel. Qué fortuna la de Belinda, que él dejó bien acurrucada en su cama, sin molestarse siquiera en despedirlo con un buena suerte. No es que lo hubiera hecho por desconsiderada, tan solo fue que se hallaba dormida. Do Santos se preguntaba, si la razón por la que ella hubiera descansado tan bien se debía a una carencia total de interés hacia su persona o a que sentía confianza que él podría llevar a cabo sin ningún problema lo que le pidió y que no veía motivo para preocuparse por eso. Esperaba que fuera lo segundo, sin saber a ciencia cierta el porqué prefería que ella creyera en su capacidad a que le importara un pepino.

Casi sin darse cuenta, Raymundo se topó con la puerta de la entrada del Pan Fresco. Sin titubear, la abrió de un solo golpe, haciendo sonar unas campanitas que indicaban la presencia de un nuevo cliente. El establecimiento se mostraba muy concurrido, a pesar de ser las seis y pico de la mañana; un buen indicio que era un lugar popular en los alrededores. El olor a pan, panecillos y bizcocho frescos se mezclaba con el de café, té y chocolate caliente humeantes de las tazas de los comensales. Era el aroma en el que no pocas personas caen perdidas y que les despierta el apetito, incluso si en esos momentos uno pensaban más que en tomar una pequeña infusión. La bulla del recinto también invadía los sentidos: las meseras que tomaban las órdenes y las pasaban a la cocina; los pedidos en la caja registradora, de los que preferían llevarse sus gustitos para saborearlos en la oficina o en su hogar; las conversaciones animadas de los clientes sentados en las mesas. El local daba la sensación de ser las burbujas de una gran olla de agua hirviendo, lista a que se le agregue la pasta para la cena de la noche.

Tal como le había explicado Belinda, cada mesa tenía un cartelito electrónico encima con el nombre de algún tipo de pan. Este parpadeaba de manera continua, cambiando de idioma y escritura para que cualquiera pudiera entender. Solo había que tener un poco de paciencia para esperar que el panel mostrara el lenguaje que uno conocía, pero eso era un inconveniente que ya todos estaban acostumbrados a partir de la política de globalización de los lenguajes, que trajo por resultado la creación del multitraductor.

Al cabo de un rato, por fin dio con la mesa Baguette. Suponía verla vacía porque arribó unos diez minutos adelantado de la hora convenida; entre haberse levantado tempranísimo debido a no poder dormir y la caminata rápida, había terminado por comparecer antes. Sin embargo, esta no se hallaba libre, su ocupante era un hombre de piel cobriza, pelo negro, nariz aguileña y cara afeitada. Raymundo do Santos reconoció de inmediato al profesor Saturnino Quispe.

El recién llegado decidió aguardar un tiempo, tenía la certeza que el  experto astrofísico no podía ser su contacto. Era muy probable que también él hubiera pasado una mala noche y decidiera levantarse temprano para tomar un buen desayuno caliente en un café, en vez que en la atmósfera impersonal del hotel. De un momento a otro alguien se presentaría, esperaría al lado de esa mesa a que estuviera libre o pediría a alguna mesera el favor de reservarla para cuando su ocupante partiera.

Pasaron los minutos y nadie arribaba; el renombrado científico seguía allí sentado de lo más cómodo sin ninguna intención de moverse, incluso se pidió una segunda taza de té de manzanilla.

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