Intento 24

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Isabel tomó el desvío de la carretera,  indicado por el SPG de su carro y por el cartel parpadeante de ruta, que la llevaría a su destino. De pronto, el tinte crema del territorio dio paso a un arco iris de tonalidades verdes, rojas, azules, amarillas, anaranjadas e incluso púrpuras. Al parecer, la gente de Analucía quería romper la monotonía del paisaje, pintando sus viviendas con gamas de los diversos colores habidos y por haber. Los inmuebles eran todos muy parecidos entre sí, de dos pisos y con techos a dos aguas. Si no fuera porque se presentaban en coloraciones disímiles, se diría que eran copias. La otra diferencia era el tamaño; unas un poco más grandes, otras más pequeñas. Las casas se hallaban rodeadas por césped y bordeadas de plantitas floreadas. La mayoría tenía bajo sus ventanas canastos también con flores. La conductora se preguntaba de dónde sacaban toda el agua para mantener esos jardines tan saludables.

La calle por la que manejaba la llevó a lo que parecía ser el centro del poblado. Hacia su derecha se encontraba una construcción más sobria, blanca con letras parpadeantes, las cuales señalaban que era el municipio. A su costado había otra edificación del mismo tono: la biblioteca municipal, cuya entrada lucía una estatua de forma indefinida. Sus pigmentos chillones bastaban para reconocerla como una obra de Carina. Isabel no era que supiera mucho de arte, sin embargo, dicha artista llegó a ser tan famosa, que incluso ella podía identificar su trabajo por sus colores inconfundibles.

Al otro lado de la calle se hallaban unos cuantos cafés, un restaurante y algunas tiendas. En la esquina, la visitante volteó hacia la izquierda y pasó al frente de un supermercado. De acuerdo con las orientaciones del SPG, su hotel debería estar en la calle que cortaba el final del establecimiento comercial de alimentos. Viró hacia la derecha, pero no reconoció ninguna pista del albergue. Siguió adelante, pasó un parque y de pronto se encontró de nuevo en el centro, mas en dirección hacia la salida de la localidad.

Para variar ya me perdí, pensó. Esteban se estaría matando de la risa si estuviera conmigo, diría que solo yo me puedo perder en un pueblito enano como este. Mejor me estaciono acá y pregunto en ese café.

Dicho y hecho. Allí se sintió observada con curiosidad, en Analucía todos se conocían de una u otra marena, así que la gente no dejaba de notar la presencia de algún visitante foráneo. Los locales le indicaron, con mucha amabilidad, que en vez de voltear a la derecha en el supermercado, tenía que haberlo hecho a la izquierda. Isabel siguió tales intrucciones, no obstante, al rato la calle se terminó con el edificio de la escuela al frente. Dio media vuelta y vio pasar a una señora que empujaba un cochecito para dos bebés, detuvo el auto y se bajó.

"Buenas tardes," saludó. "Perdone que la moleste, pero soy nueva acá. Estoy buscando el hotel La Familia, me dijeron que debía estar en esta calle, pero no lo encuentro."

"No está lejos," repuso la mujer con una sonrisa y, levantando la mano, la apuntó hacia un cartel al costado de la extraviada donde se podía leer: La Familia, sean bienvenidos. En ese momento los bebés comenzaron a llorar.

"Discúlpeme," añadió la madre, "pero si dejo de moverlos en el coche, se despiertan," y diciendo esto partió de inmediato.

Isabel no mudó el auto de donde lo había estacionado; ese parecía ser justo el buen lugar para parquearlo, si uno se hospedaba en dicho local. El albergue era igual a cualquier otra casa de Analucía, pero una del modelo grande. Al acercarse al ingreso, se dio cuenta de que el césped y las flores no eran naturales, poco importaba, igual daban vida a este pueblo embutido en el medio del desierto. Se limpió los zapatos en el felpudo de la entrada y abrió la puerta con cuidado. Adentro se halló en una sala chica con una mesa alta que jugaba el papel de recepción, al costado un arco precedía a un pequeño comedor y al otro lado se percibía un corredor.

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