Intento 90

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Rigoletto Malcini había tenido todas las intenciones del mundo para ofrecerse a pasar por el proceso almésico (¿o era astésico? Bueno, lo que fuera), toda esta historia era demasiado para él; olvidársela lo antes posible junto con salir de este lugar sería una maravilla. Mientras había estado tendido en la otra habitación, se había hecho el medio muerto para escuchar lo que Tochigi se hallaba contando a los otros de su grupo, cualquier información extra que pudiera llevar al Jefe significaría que lo miraría con buenos ojos. No es que él hubiera visto jamás los ojos del susodicho y, la verdad, que tampoco era que deseaba hacerlo. Si tan solo su voz, por más que fuera distorsionada a propósito, le hacía dar escalofríos por todo el cuerpo, no quería imaginarse el horror que sería verlo en persona.

¿Pero qué le reportaría al Jefe? La única conclusión que podía sacar Malcini del cuento de Tochigi era que este se había vuelto loco de remate. Nadie en su sano juicio podría tragarse lo que él anduvo diciendo, peor, el mismo Tochigi no parecía que se estuviese inventando nada, ¡él creía todas esas patrañas en realidad! Claro que el truhan no comprendió ni la mitad de lo referido, no solo porque era bastante complicadillo el asunto, sino porque siendo él un individuo de alta inteligencia, no podía seguir una narración tan ilógica y extraña. Eso iba a ser lo malo, pensó, a lo mejor rehúsan que yo pase por el proceso amsético (¿o era analgésico?) porque con mi gran cerebro ¡van a pasar un tiempo descomunal en eso!

El otro problema era el Jefe en sí; si Malcini no se acordaría nada de esto, aunque tuviera en su memoria una buena explicación para darle de lo ocurrido, tal como prometió la voz salida del tipejo robótico, tenía la certeza que su mandamás no iba a estar ni un ápice de contento sea cual fuese su relato. Él quería a Tochigi y no aceptaría algo menos... De pronto, sintió que un pánico terrible lo embargaba; incluso cuando el tipo ese abrió la puerta y les mostró la silla que hubiera espantado al más valeroso, le pareció que era nada en comparación a lo que le esperaría si encaraba al Jefe. En esos instantes, tomó la firme decisión que no pasaría por el analgésico.

Malcini iba a hablar para decirles que ni soñaran en pensar en él como candidato para la sillita esa, cuando su compinche le ganó la palabra:

"Mandi. Mandi tiene que ser la que se vaya," dijo.

"Ni hablar, tío," protestó ella de inmediato. "¡Yo no me separo del grupo!"

"Pero, Mandi," retomó Samuelsen con voz calmada, él la conocía bien y, a pesar de los años sin verla, estaba seguro que aún era cerca a imposible convencerla a cambiar algo ya hubiese decidido hacer, ¡Esa chiquilla podía ser tan terca! La mejor estrategia era no chocar con ella, tratarla con muuuuucha paciencia y agarrarla por el sentimiento.

"No pienses en ti, piensa en tu mamá, en tus hermanos, en Naresh. ¿Te imaginas cómo se pondrán con tu ausencia? ¡Esta vez estarás desaparecida de verdad!"

El barbudo vio el cambio rápido en la expresión de su sobrina. La tristeza y preocupación eran evidentes en su rostro y él supo que había ganado.

"Entiendo su punto, pero no creo que sea una buena idea."

Samuelsen volteó con rabia hacia la persona que habló, era el muchacho alto, moreno y de ojos verdes. Si se acordaba bien, ese se llamaba Sa... algo Hafar.

El chico continuó, sin ser intimidado por la expresión amenazadora del grandote rubicundo,

"Lo que pasa es, señor..."

"Samuelsen, Jorgen Samuelsen. ¡Y no me digas señor que soy casi de tu edad!"

"¿Su edad...? ¡Sí, claro!" irrumpió Malcini en tono burlón.

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